Comentario
CAPÍTULO XXIV
Partida para Mérida. --El camino real. --Cacalchen. --Hacienda de Aké. --Las ruinas. --Gran montículo denominado "El Palacio". --Inmensa escalinata. --Grande acceso. --Columnas. --No hay vestigio de edificio alguno en el montículo. --Otros montículos. --Cámara interior. --Un cenote. --Carácter rudo y macizo de estas ruinas. --Fin de nuestro viaje a través de las ciudades arruinadas de Yucatán. --Número de ciudades descubiertas. --Edificadores de estas ciudades americanas. --Opinión. --Fabricadas por los antepasados de la raza actual de indios. --Réplica de argumentos empleados contra esta creencia. --Falta de tradiciones. --Extraordinarias circunstancias que acompañaron a la Conquista. --Política poco escrupulosa de los españoles. --La falta de tradición no se limita a los sucesos anteriores a la Conquista. --Ni es peculiar a las ruinas americanas. --Degeneración de los indios. --Insuficiencia de estos argumentos. --Despedida final de las ruinas de Yucatán
A la mañana siguiente nos pusimos en camino con dirección a Mérida, llevando el proyecto de desviarnos por la última vez y visitar las ruinas de Aké. El camino era de ruedas y uno de los mejores que existen en todo el país; pero era áspero, pedregoso y poco interesante en su paisaje. A la distancia de cinco leguas, detuvímonos en Cacalchen a comer y proporcionarnos un guía para Aké. Por la tarde seguimos nuestro camino, llevando únicamente nuestras hamacas, y encargando a Dimas que siguiese en derechura a Mérida con el resto del equipaje. A poco andar nos apartamos del camino real, penetramos en el bosque siguiendo una vereda estrecha, y poco antes de oscurecer llegamos a la hacienda de Aké, encontrándonos por la última vez entre los elevados y gigantescos monumentos de una antigua ciudad indígena. La hacienda pertenecía al conde Peón y, contra lo que esperábamos, era pequeña, estaba abandonada, en situación ruinosa y enteramente destituida de toda clase de auxilios. No pudimos proporcionarnos ni aun huevos, nada materialmente, a excepción de unas tortillas. El mayordomo estaba ausente, cerrada la casa principal y el único refugio que pudimos conseguir fue una miserable chocilla cuajada de pulgas, que nada hubiera sido parte a disipar. Confiábamos en que lo más duro de nuestros trabajos se habría concluido; pero a sólo una jornada de Mérida nos encontrábamos otra vez en terrible aprieto. A fuerza de ingenio y dándole la menos longitud posible, logró Albino colgar nuestra hamacas; y no habiendo otro recurso, desde muy temprano nos metimos en ellas. Mas como a las diez de la noche oímos el paso de un caballo, y el mayordomo llegó. Sorprendido de encontrar tan inesperados visitantes, pero contento de vernos, abrió la casa principal de la hacienda, y nos dirigimos a tomar posesión de ella envueltos en las sábanas; las hamacas siguieron en pos, y pronto quedaron colocadas. Por la mañana nos proporcionó un almuerzo, concluido el cual y acompañado de él y de todos los indios de la hacienda, que por junto eran seis, nos dirigimos a ver las ruinas.
Frente a frente de la puerta de la hacienda descuella el gran cerro llamado El Palacio. Súbese a él en el lado del Sur por medio de una inmensa escalinata de ciento treinta y siete pies de ancho, formando una subida de ruda grandeza, igual acaso a cualquier otra de las que existen en el país. Cada escalón es de cinco pies y siete pulgadas de largo y de un pie y cinco pulgadas de alto. La plataforma que está encima es de doscientos veinticinco pies de largo y cincuenta de ancho. Sobre esta gran plataforma aparecen treinta y seis fustes o columnas, en tres líneas paralelas de a doce, apartadas diez pies de N. a S., y quince de oriente a poniente; tienen de catorce a dieciséis pies de alto, cuatro pies de cada lado, y se componen de piedras separadas, de uno a dos pies de espesor. Pocas han caído, aunque algunas han perdido la capa superior. No existen allí vestigios de ninguna otra estructura o techo, y, si lo hubo alguna vez, debió de haber sido de madera, lo cual parecía nada propio y conforme para tan sólida fábrica de piedras. Todo el montículo se encuentra tan cubierto de vegetación, que no pudimos averiguar la posición de las columnas, y aun cuando lo verificamos nada pudimos adelantar con eso nuestro conocimiento sobre sus usos y objeto. Era una nueva y extraordinaria fisonomía de esas ruinas, totalmente diversas de las que hasta allí habíamos visto, y he aquí que al fin de la jornada, cuando nos creíamos ya tan familiarizados con el carácter de las ruinas americanas, una nube nueva y misteriosa venía a interponerse entre ellas y nosotros.
En las cercanías hay otros montículos de colosales dimensiones, uno de los cuales también se llama El Palacio; pero de construcción diferente y sin columnas. En otro, y a la extremidad de una escalinata arruinada, hay, sobre una puerta, cierta abertura casi obstruida de escombros, y penetrando en ella por medio de la orqueta de un árbol, bajé a una pieza oscura de quince pies de largo y diez de ancho, de tosca construcción y en el cual, algunas de las piedras de la pared, medían siete pies de largo. Llámase a esta pieza Akabná, que quiere decir casa oscura. Cerca de ella se encuentra un cenote con resto de los escalones que llevaban hasta el agua, de donde antiguamente debió proveerse aquella ciudad. Las ruinas cubren una gran extensión del terreno; pero todas ellas están sepultadas en la maleza y tan destruidas, que difícilmente podían dibujarse; todas eran macizas, y cuantas hasta allí habíamos visto llevaban el sello de una era mucho más antigua que las demás, y se nos figuró por primera vez que estábamos contemplando en el país unas ruinas verdaderamente ciclópicas. A pesar de todo eso, tenemos de ella un destello de luz histórica, ligero es verdad, pero suficientemente a mi juicio para disipar toda noción equívoca.
En el relato de la marcha de don Francisco Montejo desde la costa, presentado en las primeras páginas de este libro, se dice que los españoles llegaron a un pueblo llamado Aké, en donde se encontraron con una gran muchedumbre de indios armados. Resultó de este encuentro una batalla que duró dos días, en que los españoles salieron victoriosos, bien que su triunfo no fue obra muy fácil.
Ninguna otra mención se hace de Aké, y aun en ésta no se alude en manera alguna a los edificios, pero, por su posición geográfica y por la dirección de la línea de marcha que seguía el ejército español desde la costa, no hay duda de que el Aké de que se hace referencia es el sitio conocido hoy con el mismo nombre, y ocupado por las ruinas que acabo de describir. Extraño es en verdad que no se haga mención de esos edificios; pero deben tenerse presentes las circunstancias de peligro de muerte que cercaban a los españoles, y que sin duda tuvieron una influencia suprema en el espíritu de los soldados que formaban aquella desastrada expedición. En todo caso, esta falta no es más extraña que la falta de descripción que notamos de los grandes edificios de Chichén, y tenemos la mayor prueba posible de que nada debe inferirse rectamente del silencio de los españoles, al considerar que, en el relato comparativamente diminuto de la conquista de México, hallamos que el ejército español marchó casi al pie de las grandes pirámides de Otumba, sin que por eso se haga la más ligera mención de su existencia.
Queda ahora concluido mi viaje entre las ciudades arruinadas. Conozco que es imposible dar al lector, por medio de una narración, una verdadera idea del poderoso y vivísimo interés que se siente al andar vagando entre ellas, y por lo mismo he evitado en cuanto me ha sido dable, entrar en detalladas descripciones; pero yo confío en que estas páginas servirán para dar una idea general de la apariencia que debió presentar antiguamente ese país. En nuestro largo, irregular y tortuoso camino habíamos descubierto los vacilantes restos de cuarenta y cuatro ciudades antiguas, la mayor parte de ellas separadas a corta distancia, aunque sin directa comunicación entre sí por los grandes cambios que se han verificado en el país, y por el abandono de los antiguos caminos. Todas ellas, con pocas excepciones, yacían perdidas, sepultadas y desconocidas, sin que jamás hubiesen sido visitadas por un extranjero, y tal vez sin que en algunas de ellas se hubiese fijado nunca el ojo del hombre blanco, involuntariamente nos convertimos por un momento a las terribles escenas de que debió haber sido teatro esta desolada región; escenas de sangre, agonía y angustia que precedieron a la desolación o abandono de estas ciudades. Pero, dejando el espacio sin límites en que pudiera vagar la imaginación, quiero limitarme a considerar los hechos. Si me es permitido decirlo así, en toda la historia de los descubrimientos nada hay que pueda compararse con lo que yo presento en estas páginas. Ellos dan un aspecto enteramente nuevo al gran continente en que habitamos, y dan mayor fuerza que nunca a esta gran cuestión, que alguna vez, no sin alguna duda, me he atrevido a considerar: "¿Quiénes fueron los que edificaron estas ciudades americanas?"
Mi juicio en esta cuestión, expresado con toda franqueza y libertad, es así: "que no son la obra de un pueblo ya extinguido, y cuya historia está perdida, sino de las mismas razas que habitaban el país a la época de la conquista española, o de algunos de sus progenitores no muy remotos". Probablemente algunas de esas ciudades se hallaban en ruina; pero yo creo que en general estaban ocupadas por los indios al tiempo de la invasión de los españoles. Los motivos que tengo para creerlo así se encuentran dispersos en estas páginas, se hallan enlazados con tal número de hechos y circunstancias, que no me atrevo a recapitularlos. Pero, en conclusión, solamente haré una breve referencia de los más fuertes argumentos que pudieran presentarse contra mi modo de pensar.
El primero es la falta absoluta de tradiciones. Mas yo quisiera preguntar: ¿Para nada deben tomarse en cuenta las sin iguales circunstancias que acompañaron la conquista y la subyugación de la América española? Cada capitán o descubridor, al enarbolar por primera vez el estandarte real en las playas de un país nuevo, dirigía una proclama según cierta fórmula forjada por los más ilustres teólogos y juristas de España. Esa fórmula, la más extraordinaria que hubiese aparecido en la historia del género humano, comenzaba por intimar y requerir a los habitantes para que reconociesen y obedeciesen a la Iglesia, como a la cabeza y poder supremo del Universo, al santo padre llamado el Papa, y a su majestad como a rey y soberano señor de aquellas islas y tierra firme; y concluía de esta manera: "Pero si vosotros rehusaseis o dilataseis minuciosamente el obedecer esta intimación, entonces con la ayuda de Dios entraré a vuestro país por fuerza, os haré una guerra de exterminio, os sujetaré al yugo de la iglesia y del rey, os arrebataré vuestras mujeres e hijos, los convertiré en esclavos y los venderé o dispondré de ellos a gusto de S. M. Además, me apoderaré de vuestros dioses y os haré todo el mal que pueda como a súbditos rebeldes, que rehusáis reconocer y someteros a vuestro legítimo soberano. Y protesto que de toda la sangre que se derrame y de las calamidades que sobrevengan vosotros seréis responsables, y no S. M., ni yo ni ninguno de los caballeros que sirven a mis órdenes".
La conquista y subyugación del país se llevó a efecto con todo el espíritu poco escrupuloso de esta proclama. Las páginas de los historiadores están tintas en sangre: y navegando sobre este río enrojecido, aparece al fin la política dominadora, áspera y severa de los españoles, más segura y más fatal que la espada misma; para subvertir todas las instituciones de los nativos del país, y para destruir absolutamente todos los ritos, costumbres y asociaciones que podían mantener viva la memoria de sus padres y de su antigua condición. Un solo hecho triste y sombrío puede probar los efectos de esta política. Antes de la destrucción de Mayapan, la capital del antiguo reino Maya, todos los nobles del país tenían casas en aquella ciudad. Según un relato que sirve a Cogolludo de autoridad, en el año de 1582, cuarenta años después de la Conquista, todos los que se tenían por nobles y señores reclamaban sus solares, como distintivo de su rango; "pero ahora, dice el autor, por el cambio de gobierno y la poca estimación en que se les tiene, no parece que cuiden de conservar la nobleza para su posteridad, porque hoy en día los descendientes de Tutul Xiu, que fue el rey y señor natural por derecho de la tierra Maya, si no trabajan con sus manos en oficios mecánicos, nada tienen que comer". Y si a tan poco tiempo después de la Conquista los nobles no se cuidaban de sus títulos y los descendientes de la casa real no tenían nada que comer si no lo ganaban con el trabajo de sus manos, no debe parecer extraño que los actuales habitantes, que están apartados de los primeros a la distancia de nueve generaciones, sin ningún lenguaje escrito, agobiados por tres siglos de servidumbre y trabajando diariamente para conseguir una subsistencia escasa, ignoren hoy y se encuentren indiferentes en lo relativo a la historia de sus antepasados y de las grandes ciudades que yacen arruinadas a su vista. Y parezca o no extraño, de ello no debe formarse argumento, porque su ignorancia no sólo se limita a las ciudades arruinadas, o a sucesos anteriores a la Conquista. Yo estoy en la creencia de que entre la masa de indios que se llaman cristianos no existe hoy una sola tradición, que pueda dar la más ligera luz sobre ningún acontecimiento de su historia que hubiese ocurrido ahora siglo y medio. Todavía creo más, y es que veo imposible adquirir ningún informe, de cualquier especie que sea, que pase de la memoria del más viejo de los indios vivos.
Fuera de que la falta de noticias tradicionales no es peculiar de estas ruinas americanas, hace ya dos mil años que las Pirámides descollaban en los límites del desierto africano, sin que entonces existiese ninguna tradición cierta del tiempo en que se erigieron. Desde el primer siglo de la era cristiana ya citaba Plinio a varios autores muy antiguos que discordaron sobre las personas que fabricaron esas Pirámides, y aun sobre su uso y objeto. Ninguna tradición existe sobre las ruinas de Grecia y Roma: los templos de Phoestum, conocido ahora medio siglo, no tienen tradiciones para averiguar quiénes fuesen sus constructores; la ciudad santa no ha contado sino con las débiles invenciones de los frailes modernos. Ahora, en lo relativo a recuerdos escritos, las ruinas egipcias, griegas y romanas serían tan misteriosas como las ruinas de América. Restringiendo esta consideración a tiempos y países que comparativamente nos son familiares, se verá que no existe la tradición más ligera con respecto a las torres circulares de Irlanda, y que las ruinas de Sronehenge aparecen sobre los llanos de Salisbury sin tradición que nos instruya en lo relativo a la época o nación de sus constructores.
El segundo argumento de que haré mención es que un pueblo que poseía el poder, el arte y la ciencia de edificar tales ciudades no habría podido caer en tanta degradación como los miserables indios que yacen ahora alrededor de sus ruinas. Basta responder a esto que su presente condición es la consecuencia natural e inevitable de la misma despiadada política que destruyó radicalmente todos sus recuerdos antiguos, cortó para siempre todas sus noticias tradicionales. Pero, dejando este terreno, las páginas de la historia escrita, llenas están de cambios verificados en el carácter nacional del todo semejante a los que aquí se presentan. Y todavía, prescindiendo de todos los ejemplos análogos que podían sacarse de esas páginas, tenemos a mano y a nuestra vista misma una prueba palpitante en la materia que los indios de ahora habitan aquel país no han experimentado mayor cambio que la raza española que los domina. Bien sea que estuviesen degradadados y que apenas fuesen superiores a los brutos, como quiso representarnos la política de los españoles; o bien sea que no lo fuesen, lo que nosotros sabemos es que al tiempo de la Conquista eran a lo menos orgullosos, bravos y guerreros, y que derramaron su sangre a torrentes para salvar a su patria de las garras de los extranjeros. Vencidos, humillados y abatidos como están ahora, después de largas generaciones de amarga servidumbre, todavía no han cambiado más que los descendientes de aquellos terribles españoles que invadieron y conquistaron su país. En unos y otros se han borrado enteramente los vestigios de aquel carácter atrevido y guerrero de sus antepasados. El cambio es radical en sentimientos y en instintos, innato y transmitido por igual con la sangre. Y al contemplar este cambio en el indio, la pérdida de una habilidad puramente mecánica y artística parece nada comparativamente hablando; porque, en efecto, las artes perecen por sí mismas cuando, como en el caso de los indios, la escuela práctica se ha destruido del todo. Tan degradados como están ahora los indios, no se encuentran por cierto en un lugar más bajo de la escala intelectual que los esclavos de la Rusia; mientras que es un hecho muy sabido que el más insigne arquitecto del país, el arquitecto que fabricó la iglesia de Kazan en San Petersburgo, era un individuo de aquella clase abyecta, y que con la educación ha llegado a ser lo que es. En mi modo de pensar, la enseñanza puede restablecer aún al indio y darle la habilidad suficiente para esculpir la piedra y labrar la madera; y, si recobrase su libertad y el uso desembarazado de las potencias de su espíritu, llegaría a poseer de nuevo la capacidad necesaria para inventar y ejecutar obras iguales a las que vemos en los arruinados monumentos de sus antepasados.
El postrer argumento a que se ha dado más fuerza e importancia, contra la hipótesis de haber sido construidas estas ciudades por los antepasados de la raza actual, se funda en la pretendida falta de relatos históricos respecto del descubrimiento o noticia de tales ciudades por los conquistadores. Pero claro es que, si lo alegado fuese verdadero, el argumento sería sofístico, porque concluiría con negar que tales ciudades han existido jamás. Ahora bien, el hecho de su existencia es incontrovertible, y como jamás se ha tenido la idea de hacerlas aparecer como erigidas después de la Conquista, debe admitirse que ya lo estaban desde aquel tiempo. Si han sido erigidas por los indios, o por razas que ya perecieron y jamás han sido conocidas, si estaban desoladas o tenían habitantes, lo cierto e incuestionable es que esos grandes edificios allí estaban, si no enteros, a lo menos mucho más de lo que son ahora; y si desolados, seguramente excitarían más la admiración y el asombro, que en el caso de hallarse deshabitados. De todas maneras, el silencio que se alega de todos los historiadores sería igualmente inexplicable.
Pero ese alegato no es verdadero, y los antiguos historiadores no han guardado silencio. Por el contrario, tenemos los brillantes relatos de Cortés y sus compañeros de armas, relatos de soldados, clérigos y seculares, que todos convienen en representar las ciudades existentes en actual uso y ocupación de los indios, con templos y edificios semejantes en carácter y estilo a los que hemos presentado en estas páginas. Y a la verdad, tales relatos han sido tan vivos, que los historiadores modernos, a cuyo frente aparece Robertson, hanles negado por eso mismo la merecida fe, atribuyéndolos a una imaginación acalorada; pero, a mi juicio, esos relatos llevan consigo el sello de la verdad, y parece extraño que se hayan tenido por indignos de fe. Robertson escribió fundado en la autoridad de sus corresponsales en la Nueva España, y uno de ellos, que llevaba una larga permanencia en aquel país aparentando haberlo visitado todo, dice que "hoy no existe el más pequeño vestigio de ningún edificio indio, público o privado, en México ni en ninguna provincia de la Nueva España". Probablemente los que así informaban a Robertson eran mercaderes extranjeros residentes en la ciudad de México, cuyos viajes se habían limitado a los caminos reales y a las poblaciones ocupadas por los españoles; y en aquel tiempo los habitantes blancos ignoraban profundamente la existencia de grandes, solitarias y arruinadas ciudades, que yacían sepultadas en la espesura de las florestas. Hoy es diferente, porque existen mejores medios de información. Muchas y vastas ruinas han aparecido a la luz, y los descubrimientos están probando incontestablemente que las historias, al no mencionar estos grandes edificios, son imperfectas, y que las que han negado su existencia no son verdaderas. Las tumbas están clamando en favor de los antiguos historiadores, y los frágiles y vacilantes esqueletos de las ciudades arruinadas están confirmando el relato de Herrera sobre Yucatán, "en donde, dice, que había tantos y tan grandes edificios de piedra que era cosa de admirar, siendo lo más prodigioso que, sin usar metal ninguno, hubiesen podido levantar tales fábricas, que parecen haber sido templos; porque sus casas eran todas de madera y techadas de paja". Y añade diciendo "que por espacio de veinte años hubo tal gentío en el país y el pueblo se multiplicaba a tal punto, que toda la provincia parecía una sola ciudad".
Esos argumentos, pues, que se fundan en la falta de tradición, en la degeneración del pueblo y en la pretendida carencia de relatos históricos, no son suficientes para modificar la creencia que yo tengo de que las grandes ciudades, convertidas hoy en ruinas, han sido la obra de las mismas razas que habitaban el país al tiempo de la conquista. Quién fuese aquel pueblo, de dónde vino y cuáles han sido sus progenitores cuestiones son que envuelven muchos y muy importantes puntos para poder dilucidarse al concluir estas páginas, pero toda la luz que la historia derrama sobre ellas es confusa y lánguida, pudiendo resumirse en pocas palabras.
Conforme a las tradiciones, a los jeroglíficos y a los manuscritos mexicanos que se escribieron después de la conquista, los toltecas fueron los primeros habitantes de la tierra de Anáhuac, conocida hoy bajo el nombre de Nueva España o México, y formaban el cuerpo de nación más antiguo que se conoce en el continente de América. Según su propia historia, desterrados en el año 596 de nuestra era, de su país natal, situado al N. O. de México, avanzaron hacia el S. bajo la dirección de sus jefes, y, después de haberse detenido en varios sitios durante una peregrinación de ciento veinte y cuatro años, llegaron a las orillas de un río situado en el valle de México, en donde fabricaron la ciudad de Tula, capital del reino tolteca, cerca del asiento actual de la ciudad de México.
Su monarquía duró casi cuatro siglos, en cuyo intervalo se multiplicaron, extendieron su población y fabricaron muchas y grandes ciudades; pero después sobrevino una serie de terribles calamidades. Por espacio de varios años el cielo les negó la lluvia, la tierra les rehusó el alimento, el aire infecto de un contagio mortal llenó los sepulcros de cadáveres; una gran parte de la nación pereció de hambre o pestilencia, siendo del número el último de sus reyes, y en el año de 1052 terminó la monarquía. Los miserables restos de la nación fueron a refugiarse a Yucatán y Goatemala, permaneciendo unos pocos alrededor de las tumbas de sus padres en el gran valle, en donde se fundó después la ciudad de México. Por espacio de un siglo la tierra de Anáhuac permaneció solitaria y despoblada. Los chichimecas, siguiendo los vestigios de las ciudades arruinadas, las vinieron a ocupar; y en pos aparecieron los acolhuas, los tlaxcaltecas y los aztecas, siendo estos últimos los vasallos de Moctezuma en la época de la invasión española.
La historia de estas tribus o naciones aparece confusa, ofuscada e indistinta. Los toltecas aparecen como los más antiguos, y se dice que han sido los más cultos y civilizados. Probablemente fueron los que inventaron ese estilo peculiar de arquitectura descubierto en Goatemala y Yucatán y que adoptaron los subsiguientes habitantes; y, como según sus propios anales, no emigraron a esos países desde el valle de México hasta el año 1052 de nuestra era, resulta que las más antiguas ciudades erigidas allí por ellos no podían haber existido sino desde cuatro o cinco siglos antes de la conquista española. Esto les da una fecha muy reciente respecto de las pirámides y templos de Egipto y de los otros monumentos arruinados del antiguo mundo. Esto también les da mucho menos antigüedad que la que les atribuyó el manuscrito maya, y menos todavía de la que yo me atrevería a concederles. Al considerarlas como la obra de los antepasados de la presente raza, no por eso se disipa la nube que cubre su origen. El tiempo y las circunstancias en que fueron fabricadas, el nacimiento, progreso y pleno desarrollo del poder, arte y ciencia que se requiere para su construcción son otros tantos misterios que no se aclararán fácilmente. Elévanse hoy como otros tantos esqueletos de su tumba, envueltos en su funeral mortaja sin presentar semejanza ninguna con las obras de los pueblos conocidos, sino reclamando una existencia distinta, independiente y separada. Descuellan solas, absoluta y enteramente anómalas; tal vez son el objeto más interesante que en el día de hoy pueda presentarse al examen de un espíritu investigador. Yo las abandono con todo el sombrío misterio que las envuelve, y con la débil esperanza de que estas imperfectas páginas puedan arrojar algún rayo de luz sobre la interesante y agitada cuestión relativa a los pobladores de América, y me despido para siempre de las ruinas de Yucatán.